AL RESCATE DE LA INOCENCIA
(Infancias eran las de antes...)
Por Benedi Cefebec
La autora escribió este texto luego de visitar la estancia Blaavandshuk, en Copetonas, integrante del Corredor Danes.
"Estoy intentando transcribir al mail mi colaboración para el Día del Niño. Lo hago en un ciber de paredes pintadas de negro, con un entrepiso donde una ensalada de ruidos me muestran a las claras cómo se "desaburren" los chicos de hoy: fútbol y guerra suenan al unísono en los playstations.
A mi lado, en otra máquina, un pequeñuelo le dice a otro "me quedé sin balas" y el otro le contesta "b... ¡si tenes bazookas! Yo ya te maté 3 veces, b... ¿qué hacés?" Y otro niño se suma agregando "¡Mirá! Yo ya maté 17. Ayer llegué a 28, loco".
¡Qué difícil pensar que son niños! Recuerdo una tarde de mi infancia en que, sola, en el patio trasero de mi vieja casa, intenté jugar a los indios. Imaginé que estaban escondidos detrás de un toldo que se secaba en el cordel. Me acerqué y al momento de tomarlo por una punta para descubrir a esos imaginarios enemigos, sentí tanto miedo que miré un instante el toldo y luego corrí a esconderme en el comedor. Tenía aproximadamente la misma edad de estos cibernautas que interrumpen, sin saberlo, mi inspiración.
Pero estoy decidida a proponer la esperanza acudiendo a los tesoros de la memoria para rescatarla. Los recuerdos amados viven y contagian su bondad al comunicarlos. Así es que hoy elijo contar, tal como quedó en mí, una historia de infancia de gran belleza. Historia de un niño argentino-danés. Hace semanas, recorriendo su cuidado museo en la estancia Blaavandshuk pude saberla de su propia boca. Y la doy a Uds. con todos los defectos que aporta una memoria sin grabador, teñida además de profunda emoción.
Siendo niño veía cómo su madre, día a día, trabajaba con esmero vistiendo una muñeca-bebé, ocupándose de cada detalle: del cochecito, de los volados, puntillas, cofia, pañales. Una obra mágica para los ojos del hijo. Cuando la tarea estuvo cumplida, también fue cumplido su destino: donación para la kermesse del Colegio Argentino Danés. Allí fue a parar ese tesoro al que las manos de la madre habían dedicado tanto tiempo robado al descanso.
Llegado el día, al niño le dieron el dinero suficiente para que pudiese participar en una buena tarde de juegos junto a los otros niños. Fiesta de la comunidad danesa. Tómbolas, stands y sorteos para recaudar fondos para cubrir las becas de los alumnos que de otro modo no podían ir al Colegio Argentino Danés. Fiesta que de paso servía para alterar la monotonía de la vida rural con diversión sana. Esa kermesse ofertaba múltiples entretenimientos. Y allí estaban todas las monedas necesarias para participar. También allí se lucía la muñeca-bebé. Era el premio más cotizado. José Andrés Christiansen, que así se llama, ya lo había decidido. Compró todos los números posibles y pasó el resto de ese encuentro esperando la hora del sorteo, resignando juegos, observando cómo se divertían los otros, sin dudar de que él había hecho lo mejor del mundo: elegir aburrirse para intentar rescatar el tesoro. Todo un día de juegos resignó al entregar sus monedas. Llegó al fin el momento esperado. Y su amor de hijo tuvo premio, el premio que hoy, con orgullo, muestra en su museo familiar. Allí la muñeca-bebé, en su cochecito, está a salvo para siempre. Allí, con ella, están el alma de la madre, sus hilos, sus retazos, sus agujas, su mensaje. Allí está presente un pedazo de infancia inocente. Junto a los arados, el yunque, los galpones y cada uno de los objetos rescatados para preservar la historia. Había tiempo para los sueños en esa infancia mansa. Había tiempo para dejar de lado una tarde divertida. Se podía. El pudo hacerlo. Porque le dió primacía al corazón. Y el premio fue un modo de felicidad que desconoce lo efímero, que no acumula carcajadas y en cambio atesora ternura."
A mi lado, en otra máquina, un pequeñuelo le dice a otro "me quedé sin balas" y el otro le contesta "b... ¡si tenes bazookas! Yo ya te maté 3 veces, b... ¿qué hacés?" Y otro niño se suma agregando "¡Mirá! Yo ya maté 17. Ayer llegué a 28, loco".
¡Qué difícil pensar que son niños! Recuerdo una tarde de mi infancia en que, sola, en el patio trasero de mi vieja casa, intenté jugar a los indios. Imaginé que estaban escondidos detrás de un toldo que se secaba en el cordel. Me acerqué y al momento de tomarlo por una punta para descubrir a esos imaginarios enemigos, sentí tanto miedo que miré un instante el toldo y luego corrí a esconderme en el comedor. Tenía aproximadamente la misma edad de estos cibernautas que interrumpen, sin saberlo, mi inspiración.
Pero estoy decidida a proponer la esperanza acudiendo a los tesoros de la memoria para rescatarla. Los recuerdos amados viven y contagian su bondad al comunicarlos. Así es que hoy elijo contar, tal como quedó en mí, una historia de infancia de gran belleza. Historia de un niño argentino-danés. Hace semanas, recorriendo su cuidado museo en la estancia Blaavandshuk pude saberla de su propia boca. Y la doy a Uds. con todos los defectos que aporta una memoria sin grabador, teñida además de profunda emoción.
Siendo niño veía cómo su madre, día a día, trabajaba con esmero vistiendo una muñeca-bebé, ocupándose de cada detalle: del cochecito, de los volados, puntillas, cofia, pañales. Una obra mágica para los ojos del hijo. Cuando la tarea estuvo cumplida, también fue cumplido su destino: donación para la kermesse del Colegio Argentino Danés. Allí fue a parar ese tesoro al que las manos de la madre habían dedicado tanto tiempo robado al descanso.
Llegado el día, al niño le dieron el dinero suficiente para que pudiese participar en una buena tarde de juegos junto a los otros niños. Fiesta de la comunidad danesa. Tómbolas, stands y sorteos para recaudar fondos para cubrir las becas de los alumnos que de otro modo no podían ir al Colegio Argentino Danés. Fiesta que de paso servía para alterar la monotonía de la vida rural con diversión sana. Esa kermesse ofertaba múltiples entretenimientos. Y allí estaban todas las monedas necesarias para participar. También allí se lucía la muñeca-bebé. Era el premio más cotizado. José Andrés Christiansen, que así se llama, ya lo había decidido. Compró todos los números posibles y pasó el resto de ese encuentro esperando la hora del sorteo, resignando juegos, observando cómo se divertían los otros, sin dudar de que él había hecho lo mejor del mundo: elegir aburrirse para intentar rescatar el tesoro. Todo un día de juegos resignó al entregar sus monedas. Llegó al fin el momento esperado. Y su amor de hijo tuvo premio, el premio que hoy, con orgullo, muestra en su museo familiar. Allí la muñeca-bebé, en su cochecito, está a salvo para siempre. Allí, con ella, están el alma de la madre, sus hilos, sus retazos, sus agujas, su mensaje. Allí está presente un pedazo de infancia inocente. Junto a los arados, el yunque, los galpones y cada uno de los objetos rescatados para preservar la historia. Había tiempo para los sueños en esa infancia mansa. Había tiempo para dejar de lado una tarde divertida. Se podía. El pudo hacerlo. Porque le dió primacía al corazón. Y el premio fue un modo de felicidad que desconoce lo efímero, que no acumula carcajadas y en cambio atesora ternura."
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